viernes, 15 de julio de 2011

Disonancias

En algunas atmosferas aún el ruido de las fábricas

que nos trajeron a la puerta de la cama

se parece a las sinfonías lunares

que los poetas-clichés escribieron,

porque incluso en sus almas henchidas

de un jugo similar a la leche cefalorraquídea

hubo noches en que se desollaron a la intemperie

y dieron luz al grito barraco de su deseo.

Un Cerbero resurrecto de mi infancia

cruzará todos estos pantanos en búsqueda de ti,

para abrir tus venas de polo a polo,

para alimentarse de tus hemorragias,

para ser destrozado por tus jugos gástricos.

Despierto.


Mi habitación es fría como una camilla de hospital,

las fabricas que nos trajeron a la puerta de la cama

son de un rugido mártir,

una mujer en parto,

y aún así todo se impregna de una melodía

que arpa la elasticidad de mis tendones.

Todo aquello que tenga una naturaleza sonora

me llama a ir en tu encuentro.

Tu voz,

atreves de los mantras terrenos y de los cantos islámicos

es la cámara de tortura en la cual quiero recostarme.

En mis silencios se enciende una antorcha,

vuelvo a ver mis manos y a abrigarme la espalda,

pero nada profiere mejor mi desangramiento

que el sonido desesperado de un suicida

al sorber su cicuta.


Necesité,

como se necesita oler sal

para invocar la playa en nuestras copas,

un árbol para gastar mis uñas,

necesité también infestar mi pecho

con tu fragancia de eterno duelo,

de carne cruda puesta bajo la llave del agua,

sempiterno adolecente,

te necesité como se necesite a un Dios.

Con una rabieta de lactante nazareno,

con una carcajada de asesino radiante

me hubiese dado por conforme.

Ahora,

a instantes de la eclosión

un nuevo hijo de perra en mi estomago,

comprendo,

eres como la melodía de las tumbas al abrirse.

Me siento y escucho.