En algunas atmosferas aún el ruido de las fábricas
que nos trajeron a la puerta de la cama
se parece a las sinfonías lunares
que los poetas-clichés escribieron,
porque incluso en sus almas henchidas
de un jugo similar a la leche cefalorraquídea
hubo noches en que se desollaron a la intemperie
y dieron luz al grito barraco de su deseo.
Un Cerbero resurrecto de mi infancia
cruzará todos estos pantanos en búsqueda de ti,
para abrir tus venas de polo a polo,
para alimentarse de tus hemorragias,
para ser destrozado por tus jugos gástricos.
Despierto.
Mi habitación es fría como una camilla de hospital,
las fabricas que nos trajeron a la puerta de la cama
son de un rugido mártir,
una mujer en parto,
y aún así todo se impregna de una melodía
que arpa la elasticidad de mis tendones.
Todo aquello que tenga una naturaleza sonora
me llama a ir en tu encuentro.
Tu voz,
atreves de los mantras terrenos y de los cantos islámicos
es la cámara de tortura en la cual quiero recostarme.
En mis silencios se enciende una antorcha,
vuelvo a ver mis manos y a abrigarme la espalda,
pero nada profiere mejor mi desangramiento
que el sonido desesperado de un suicida
al sorber su cicuta.
Necesité,
como se necesita oler sal
para invocar la playa en nuestras copas,
un árbol para gastar mis uñas,
necesité también infestar mi pecho
con tu fragancia de eterno duelo,
de carne cruda puesta bajo la llave del agua,
sempiterno adolecente,
te necesité como se necesite a un Dios.
Con una rabieta de lactante nazareno,
con una carcajada de asesino radiante
me hubiese dado por conforme.
Ahora,
a instantes de la eclosión
un nuevo hijo de perra en mi estomago,
comprendo,
eres como la melodía de las tumbas al abrirse.
Me siento y escucho.