miércoles, 13 de julio de 2011

Apetitos.

Todo se ha evaporado,

los anhelos por muerte más cercana

en la penumbra se disipan.

No quepo en mi propio cuerpo,

un caucho de sangre vieja

oprime las voluntades.


Todo se arrulla,

como si de carne fueran las manos

y no pudiesen más que rosar volúmenes,

como si no pudiesen sino tocar.


Nadie se mueva,

ni un paso adentro de este hervidero de bocas famélicas.

Los anhelos robustos,

inducidos a su anorexia ciega,

cuando debían dormir en el aborto encefálico

asoman como si la mala yerba en las panderetas

para cantar su veleidosa defección.


Nadie se mueve.


Un poeta ha muerto

aún antes de ser amamantado por Rimbaud

convaleciente,

fue acerrado al calvario,

sus manos infértiles

trasplantaban números

y trasplantaban letras

desde una superficie a otra,

trasplantaban difuntos,

y encendían las velas

que le iluminaban el camino de regreso

a las camas de los hijos de puta.


La pequeña iglesia hipócrita

guio sus dedos

por las vaginas sangrientas,

y por los pergaminos de Judas.

Aprendió a salivar fuego

Cuando le enseñaban a gritar patria,

Pero no.

El dese movió demasiados continentes

hacía el despeñadero,

y fue carcomido

por su imposibilidad devanada al ser.

No debe.


Excreta tu miseria.

Besa la luz.

Que Cristo se ría en tú cara,

profeta desértico.


Todo se desborda,

una mano oprime su último vigor

para clavar su bandera

en el hocico abierto de una mujer preñada.

Mañana algún otro joven humano

buscará en el instante venidero

la sustancia gloriosa que crece como moho

en las mentes iluminadas.



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