El joven lobezno
escupe la mordaza que mamaba
como pecho de madre vieja,
rompe su crisálida
y las campanas sordas
lo llaman desde su tumba,
he aquí el infierno macerado de su mente
que se derrama igual que sangre marchita
en las puertas de su cúpula,
¡Ah la tierna habitación que le diera cobijo!
desde donde la luz seca
de los pedagogos
irrigaba nuestras cabezas
ahora deja ver el suelo inferil de su jardín.
Tráiganle ortiga para lavar las sabanas,
y celebrar la constricción maldita desde la propia celda.
En su albedrío mártir
emprende el viaje hacia el averno,
siglos de prisión circundan el paisaje de su infancia
y entonces el buril que esculpía
el sello de su lapida esboza su desamparo.
Abre el ojo sangrante de su herida,
una historia de impávido zarpazo
se desnuda como una mujer hermosa
de un repente a su impericia.
Tan enfermo el sonido de sus pasos
aún danza raso al caminar de los que recorren el sendero que abandona.
El rostro adolescente
avanza frente a las vitrinas
como una bestia engrifada por la luz del sol,
su mirada de calvario constante,
el dolor sin forma de todo un cardumen
se disemina por la cuneta,
fluye por los cordones umbilicales
hasta los ríos
y se apodera cardiaco del océano áspero.
Recoge los fragmentos recortados de tu cerebro,
compañero estudiante,
que la flecha que tú mano aprieta
lleva también mi nombre,
déjame acompañarte en esta transe
que el cuerpo arpado de la prostituta especulativa quiere tupir,
más allá de su publicidad genital
el embrión anestesiado despierta de su pereza
ladrillo por ladrillo
levanta las vertebras de esta insurrección amada,
que vino a ensuciar la sapiencia sublime.
No huimos de la partera,
que rasga la hendidura para sembrar el trigo y para sembrar el pan,
ni nos atemoriza el trayecto subyugado
al que nos llevan sus tridentes,
nos aqueja una orfandad artera,
que dormía en algún lugar de este circo.
Nos infectaron el alma.
Nos violaron el alma.
¡Pronuncia esta semblanza, carne roedora!
que tus bototos crispen los adoquines
y despierten al macizo ausente
que reposa sus veleidades en el veneno
que baña las copas que el gobierno ofrece.
Todas las pequeñas torturas
concurran a gritar este suplicio atroz
y pongan a hervir el fuego
que desde su mano se arroje,
certera su ruta
hacía el palacio reculiado.
Ábranse las puertas de todos las paraísos venidos,
el pueblo acalambra su pluma,
untada en sangre de cóndor
y escribe la última hoja de la historia material.
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