lunes, 11 de julio de 2011

Peñascazos

El joven lobezno

escupe la mordaza que mamaba

como pecho de madre vieja,

rompe su crisálida

y las campanas sordas

lo llaman desde su tumba,

he aquí el infierno macerado de su mente

que se derrama igual que sangre marchita

en las puertas de su cúpula,

¡Ah la tierna habitación que le diera cobijo!

desde donde la luz seca

de los pedagogos

irrigaba nuestras cabezas

ahora deja ver el suelo inferil de su jardín.


Tráiganle ortiga para lavar las sabanas,

y celebrar la constricción maldita desde la propia celda.


En su albedrío mártir

emprende el viaje hacia el averno,

siglos de prisión circundan el paisaje de su infancia

y entonces el buril que esculpía

el sello de su lapida esboza su desamparo.

Abre el ojo sangrante de su herida,

una historia de impávido zarpazo

se desnuda como una mujer hermosa

de un repente a su impericia.


Tan enfermo el sonido de sus pasos

aún danza raso al caminar de los que recorren el sendero que abandona.


El rostro adolescente

avanza frente a las vitrinas

como una bestia engrifada por la luz del sol,

su mirada de calvario constante,

el dolor sin forma de todo un cardumen

se disemina por la cuneta,

fluye por los cordones umbilicales

hasta los ríos

y se apodera cardiaco del océano áspero.


Recoge los fragmentos recortados de tu cerebro,

compañero estudiante,

que la flecha que tú mano aprieta

lleva también mi nombre,

déjame acompañarte en esta transe

que el cuerpo arpado de la prostituta especulativa quiere tupir,

más allá de su publicidad genital

el embrión anestesiado despierta de su pereza

ladrillo por ladrillo

levanta las vertebras de esta insurrección amada,

que vino a ensuciar la sapiencia sublime.


No huimos de la partera,

que rasga la hendidura para sembrar el trigo y para sembrar el pan,

ni nos atemoriza el trayecto subyugado

al que nos llevan sus tridentes,

nos aqueja una orfandad artera,

que dormía en algún lugar de este circo.


Nos infectaron el alma.


Nos violaron el alma.


¡Pronuncia esta semblanza, carne roedora!

que tus bototos crispen los adoquines

y despierten al macizo ausente

que reposa sus veleidades en el veneno

que baña las copas que el gobierno ofrece.

Todas las pequeñas torturas

concurran a gritar este suplicio atroz

y pongan a hervir el fuego

que desde su mano se arroje,

certera su ruta

hacía el palacio reculiado.

Ábranse las puertas de todos las paraísos venidos,

el pueblo acalambra su pluma,

untada en sangre de cóndor

y escribe la última hoja de la historia material.

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